martes, 15 de diciembre de 2015

EL METEORO

La computadora de a bordo emitió un primer alerta, un meteoro de gran tamaño pasaría cerca de la nave pero sin afectar su curso, KBRINK no se preocupo, segundos después emitió una segunda alerta, otro se acercaba en una trayectoria casi paralela pero alejándose gradualmente de la nave, no había peligro, rápidamente dejo de pensar en ello.

Cuando se disparo una estridente alarma sonora, en el puente de mando solo estaba KBRINK, los otros dos tripulantes se hallaban en otro lugar de la nave, en la emisión holográfica se vio un meteoro enorme que giraba sobre su eje y era impactado por otro que viajaba en una trayectoria de colisión, ambos se fragmentaron en innumerables pedazos tan grandes como para hacer mucho daño.

Esa nube de piedras se dirigía directo a la nave.

Se iniciaron los protocolos de emergencia y se cerraron todos los accesos, desde ese momento estarían los compartimentos aislados entre sí. Habría colisiones múltiples.

Los impactos comenzaron a sacudir la nave, el ordenador central emitio información sobre graves daños.

A raíz de los golpes recibidos, la nave había cambiado su rumbo, ahora se dirigía a la estrella más cercana.

Chequeo los controles, varios de ellos habían dejado de funcionar y el ordenador principal tenía su capacidad seriamente reducida, sus compañeros no estaban en la nave.

KBRINK estaba solo.

Solo funcionaba un motor y la suspensión magnética, tendría que aterrizar en algún lugar, era posible aunque no seguro.

Pidió un informe para saber cuál sería el planeta más apropiado, la respuesta fue incompleta y plagada de imprecisiones, el tercero tenía agua en abundancia, pero en el existía vida. Decidió aterrizar alli.

Eligio hacerlo en alguno de los continentes que aparecían en el mapa, y en uno de los cursos de agua menos profundos que los océanos, quedaría oculto hasta conocer más del lugar y sus peligros.

Calculo que el periodo oscuro seria el apropiado para llevar a cabo el aterrizaje. La nave descendió suavemente sobre la superficie del rio, se hundió sin hacer ruido alguno, y se poso en el fondo barroso.

KBRINK calculo cuanto faltaría para que esa zona se iluminara nuevamente y aprovecho ese lapso para hacer un análisis exhaustivo de los daños y de lo necesario para las reparaciones.

Poner la nave en condiciones de hacer el viaje de regreso, llevaría mucho trabajo, era mejor no demorarse, se coloco en la esclusa y se lanzo al agua, comenzó a nadar sumergido hasta llegar a la costa, sus ocho extremidades le permitían desplazarse con rapidez.

Al llegar se mantuvo sumergido y elevo uno de sus ocho ojos, comprobó que no había ningún peligro a la vista, emergió y corrió  hasta unos arbustos donde se oculto.

El protocolo de supervivencia PS655N, decía “al aterrizar en un planeta desconocido en el que se sospecha la posibilidad de alguna forma de vida, es conveniente adoptar el aspecto de la misma para pasar desapercibido y evaluar el posible peligro”.

KBRINK vio varias formas de vida, pero todas ellas eran de escaso tamaño, necesitaba alguna que tuviera aproximadamente su masa corporal, vio a un ser con el tamaño adecuado, sus sentidos le permitieron analizar hasta la ultima célula de la criatura, cuando reunió toda la información se dispuso a duplicarse.

Se plegó sobre sí mismo y adopto una forma esférica, cuando termino el proceso de duplicación ya no era posible distinguir a uno de otro.

La criatura se había ido, así que se dedico a probar su nuevo cuerpo,  noto que tenía un desarrollado sentido del olfato y un fino oído, al probar sus nuevas extremidades descubrió que eran muy útiles para correr, la criatura era sin duda veloz.

KBRINK se detuvo pensativo, su entrenado racionalismo le indicaba que si un ser había evolucionado adaptado para correr era sin duda porque eso le permitía sobrevivir a un enemigo que buscaría capturarlo.

Debía tener cuidado, decidió ser prudente al extremo, se apoyo en sus extremidades posteriores y se alzo hasta que sus ojos pudieron superar los arbustos para detectar un posible enemigo.

Oyó una explosión a sus espaldas y algo lo golpeo con fuerza, quedo tendido de costado en el suelo, mientras la vida se escapaba de su  cuerpo.

Los dos hombres llevaban la escopeta abierta sobre el brazo derecho, miraban sonrientes al perro que traía una liebre en la boca. Al llegar la deposito a los pies de Anselmo, este la tomo de las patas traseras y se la mostro a Remo.

-¿Qué te parece, alcanzará para el guiso?- pregunto Anselmo.

-Se la ve grandota, yo creo que si- Respondió Remo.

-Se la voy a dar a cocinar a la Juana, la liebre a la cacerola le sale buenísima-

-Dale, yo pongo el vino- dijo Remo.

-Pero que sea tinto- acoto Anselmo riéndose.

 

EL MARIDO, LAS HERMANAS Y EL HERRERO

Mariana, su marido y Cecilia son artesanos ceramistas, trabajan en un pueblo de Córdoba y su fuente de ingresos es el turismo, tienen un local donde venden lo que producen.

En la casa, Cecilia duerme en una pequeña habitación donde suele escuchar el trajín de la actividad sexual, de las discusiones y hasta los comentarios sobre su persona.

Ella es la que hace los trabajos secundarios y cubre los horarios del local cuando su hermana o Sebastián no pueden o no quieren, lleva una vida solitaria, apagada y obligada a ser espectadora de la vida de los otros.

Sebastián es un hippie de clase media, con una carrera frustrada en los primeros años de la facultad, volcado a las artesanías y las filosofías orientales, sin abandonar sus gustos y aspiraciones pequeño burguesas, de estatura media, delgado y con  inclinación a usar el tiempo en divagaciones.

Sebastián comienza a coquetear con Cecilia a espaldas de su esposa, le dedica galanteos y roces disimulados, finalmente ella acepta, lo hace para tener lo que siempre envidio y jamás pudo tener.

Mas adelante el vuelve a insistir;

-hoy a la tarde vamos a estar solos, podríamos repetir lo del otro día-

Para su sorpresa ella le contesta;

-Olvidate, nunca más vamos a hacerlo-

-¿Por qué?, ¿acaso no te gusto?- le pregunta

-Esa no es la cuestión, vos sos el marido de mi hermana, y para mi esta es una situación de mierda que no quiero vivir, así que hacete a la idea de que esto se acabo-

Sebastián se queda helado con la respuesta, y aun más por la firmeza de la deslucida y apocada hermana de su esposa.

Mariana sospecha que algo ha ocurrido con su hermana y su esposo, aunque no tiene ninguna certeza percibe una tensión entre ambos que la excluye a ella, por orgullo se niega a aceptarlo y se fuerza a ignorarlo, pero no puede evitar el sordo rencor que va deteriorando la relación con Sebastián.

Cecilia comienza a faltar por periodos largos del día, Mariana sospecha que algo sucede y se lo pregunta, la respuesta la sorprende;

-Estoy saliendo con un muchacho-

-¿Y quién es?- le pregunta

-No voy a decirte nada, es mi vida privada y no quiero ventilarla-

-Pero soy tu hermana- alega

-Si es cierto, pero vos tenes tu vida privada y tus secretos, y yo tengo derecho a tener los míos-

Mariana queda sorprendida por la desconocida firmeza de su hermana, y la preocupa sentir que se aleja de su influencia, decide vigilarla para averiguar lo que ella no le quiere decir.

Finalmente descubre que está saliendo con Ruben el herrero,  esta shockeada y desearía poner dificultades a la relación pero su hermana tiene una actitud que no le deja lugar a ninguna maniobra.

Ruben mide 1.90 Mts. Tiene un físico atlético y un rostro varonil que atrae las miradas de la mayoría de la mujeres del pueblo, es activo y trabajador, realiza artesanías en hierro que vende a los negocios.

Mariana decide ir a espiar a la casa de Ruben cando ambos estan allí, se acerca a la hora de la siesta cuando las calles están desiertas y logra deslizarse hasta una ventana y espiar por una rendija, ve a Ruben totalmente desnudo a horcajadas de Cecilia, la esta desvistiendo lentamente mientras acaricia su cuerpo y lo besa, cuando comienza a penetrarla Cecilia emite sordos gritos de placer.

Mariana se aparta desencajada y se aleja repitiendo en voz baja

–Perra, mosquita muerta, desagradecida, hacerme esto a mi-

Recorre las tres cuadras que la separan de su casa con el rostro demudado.

Dos días más tarde está en su casa, su marido atendiendo el negocio y a su hermana la envio al pueblo vecino a realizar unos trámites, se viste con ropas sueltas y se dirige a la casa de Ruben.

Entra sin llamar y se dirige al taller donde está Ruben, se para frente a el y comienza a desnudarse,

-ya tenes a una hermana, ¿no te gustaría tener a la otra- le dice en tono meloso.

-¿estás loca?, yo soy el novio de tu hermana- le dice Ruben

-No me importa, ella se encamo con mi marido, ¿lo sabias?, ella no es tan buena como vos crees-

-ya se lo de tu marido, y no me importa, yo a tu    Hermana la quiero y no pienso traicionarla-

-te digo que me cojas, COGEME MIERDA-

Mariana esta cada vez mas alterada

-mira es mejor te vayas-

El comienza a empujarla hacia la salida

-no, no me desprecies, por favor, haceme el amor-

Mariana comienza a llorar y trata de abrazarlo pero el la rechaza y le dice que se vaya, su rostro se torna ceniciento y comienza a vestirse, Sale y se va vacilante hacia su casa.

Al llegar busca una soga, la asegura en una de las vigas del techo, se desnuda y se sube a un taburete, se coloca la soga en el cuello y empuja el banco.

En los últimos estertores, cuando el cerebro comienza a morir imagina estar siendo penetrada por Ruben y tiene el ultimo gran orgasmo de su vida.

 

 

 

 

 

domingo, 30 de noviembre de 2014

La excavación Augusto Roa Bastos

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.

Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.

Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes.

La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.

Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.

 

Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.

 

Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.

El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.

 

Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.

En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.

Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.

Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.

Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla

Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.

La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.

 

Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.

Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.

 

jueves, 20 de noviembre de 2014

Abelardo Castillo: Retrato del artista adolescente

A partir del nuevo libro de ensayos del autor, Gonzalo Garcés reflexiona sobre su obra y explica por qué lo considera "el escritor más joven" de la Argentina.

Por: Gonzálo Garcés

INCOMODO. Los ensayos que Abelardo Castillo incluye en “Desconsideraciones” incomodan y, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos.

Hace tiempo que me intriga el efecto que me causan los libros de Abelardo Castillo. Lo leí por primera vez hace más de veinte años. Desde entonces escribí varias veces sobre él, intenté explicar por qué creo que El que tiene sed es una de las mejores novelas argentinas, si no la mejor, ayudé a traducir sus cuentos al francés, lo entrevisté y lo traté como amigo. Sin embargo, mi lectura de Castillo nunca fue plácida. Cuentos como "Los Ritos" o "Crear una pequeña flor es trabajo de siglos" me agredían por la prepotencia de sus narradores, por esa forma de encontrar romántico lo petulante y elegante lo gratuitamente cruel, tan propia de ciertos intelectuales detenidos en la adolescencia y de cierta clase de alcohólico, y que la prosa tan eufónica y la perfección formal de los cuentos volvía más hiriente todavía.

Otros cuentos, como "Carpe Diem" o "La mujer de otro", me incomodaron por el motivo inverso: como incomoda lo muy frágil. Me daban la idea de una personalidad tan vulnerable, que su exposición en la página (incluso para uno que sabe por experiencia qué cosa construida es cualquier ficción) daba un poco de grima. Por otro lado los ensayos de Castillo, por mucho que me hayan enseñado, a menudo tenían una cualidad que me incomodaba también. Ahora sé cuál es: cierta forma de mirar las cosas y los hechos como desde muy lejos, como si fueran inalcanzables. Escritores o libros o efectos literarios que para Castillo deberían ser (y son) muy comprensibles, y que por esa razón uno esperaría ver tratados con desenvoltura, por un efecto de su retórica suelen aparecer como rodeados de un fulgor de leyenda: como podría imaginarlos una persona muy joven, que todavía cree –o mejor dicho le gusta creer; se esfuerza en creer– que las cosas importantes suceden siempre en otra parte. El efecto es paradójico: Castillo, por ejemplo, analiza sin contemplaciones el estilo de Roberto Arlt, explica la insensatez de ciertos giros empleados por Arlt y muestra luego por qué la prosa de Arlt sigue siendo, de todas formas, una de las más potentes de la literatura argentina; en este sentido, trata a Arlt con admiración ruda; pero, a fuerza de usar la retórica de la perplejidad, de decir que Arlt es "incomprensible", que "seguimos ignorándolo", de preguntarse "qué hace­mos con un genio casi anal­fabeto que es­cri­bía mal pero a quien le sa­lían nove­las como Los siete locos", Castillo termina por parecer, de todas formas, un poco idolátrico.

También Esteban Espósito, el protagonista de El que tiene sed, suele hablar con tono burlonamente fervoroso de "ellos": es decir los genios, los incomprensibles. Hay un horizonte donde está instalado todo lo deseable: la experiencia, la eclosión de la personalidad, la genialidad artística. Espósito es otro venerador nato, que se complace en constatar que lo que desea es inalcanzable. Lo cual no le impide, y yo más bien creo que lo ayuda, a ser uno de los personajes más vivos que yo haya encontrado en la ficción. Porque ésa es la otra cualidad enigmática de la literatura de Castillo: su desmesurada, contagiosa vitalidad. No digo vitalidad en el sentido de exuberancia, aunque a veces también eso; sino que no conozco otro escritor argentino cuya lectura provoque, como lo hacen los libros de Castillo, la impresión de conocer íntimamente a una persona viva. Es una literatura que remite a una forma de vivir más intensa, a una llama de la vida más brillante, que la que vive la mayoría de nosotros, o tal vez habría que decir la mayoría de los adultos.

Los textos incómodos

Es curioso contrastar esto con la imagen pública de Castillo. Los que lo critican suelen decir que es un escritor demasiado clásico, que practica formas anticuadas. Algunos lo encuentran demasiado truculento, como una especie de Sabato con mejor prosa. Otros, demasiado enfáticamente de izquierda, como un sartreano paleológico de los años 60. Suele aparecer en la portada de los suplementos literarios, con expresión severa, y en general con un tablero de ajedrez. Eso, y el hecho de que muchos lo elogien por el cuidado maniático de su prosa, basta para darle cierta aura conservadora, de escritor establecido, de prócer: es decir, el blanco perfecto para cualquier escritor joven que se afirma a sí mismo practicando la iconoclasia.

Leyendo los ensayos que acaban de aparecer bajo el título de Desconsideraciones, vuelvo a descubrir hasta qué punto esa imagen es producto de nuestra credulidad, de nuestra forma de aceptar acríticamente la apariencia más superficial que cualquier persona pública presenta de sí misma. Porque si algo no es este libro, es la obra de un escritor "oficial", con el sosiego que fatalmente va con esa posición. Son ensayos que, una vez más, incomodan y que, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos consigo mismos. Me llama la atención que, con excepción de la crítica del libro La Rive Gauche, todos los ensayos sean, de alguna forma, elogios. Pese a su título belicoso, Desconsideraciones es ante todo un libro admirativo. Sobre Gombrowicz, sobre Quiroga, sobre Echeverría, sobre Barrett, sobre London, Castillo escribe con algo más que entusiasmo; escribe con una especie de apasionada lealtad. El otro aspecto llamativo es, precisamente, qué es lo que Castillo admira en esos escritores.

Hablando de Jean-Paul Sartre, por ejemplo, anota que éste, acusado de frialdad e indiferencia hacia los demás, dijo que en efecto lo apasionaba comprenderlos cuando los tenía a mano, pero que no haría el menor esfuerzo por acercarse a nadie. "Y esto, que suena tétricamente a broma", escribe Castillo, "es mucho más que una frase: es la más aguda observa­ción sobre sí mismo que puede hacer un cierto tipo de intelectual." Es fácil percibir la alegría de Castillo ante esta confesión del autor de La Náusea; también lo es sentir que, para él, esa indiferencia esencial es una cualidad, si no altamente admirable en sí, por lo menos querible.

Relativa indiferencia hacia los hombres, porfiada subordinación de la experiencia vivida a la obra artística: esos rasgos elige destacar también en Freud, que aquí parece bastante menos científico que escritor, y en parte en Jesús, al que Castillo propone, por virtud de las famosas líneas ignotas que escribió en el polvo, como emblema y patrón de escritores. También participa de esos rasgos Ernest Hemingway. Si Hemingway timbeaba, dice Castillo, es porque había leído El Jugador de Dostoievski, y porque quería escribir sobre el tema. La experiencia vital, suponiendo que sea algo, es un intento de emular lo que se ha leído, que a su vez desemboca en escritura. O, para no ser tan exclusivos, es eso y también una cuota de vanidad: "Se enor­gullecía de ser un peso pesado natu­ral, es decir: un varón pode­roso, no me­ramente un gor­do". No sé si se pueden sostener sin exageración estas cosas; pero sí que esa precupación por parecer –por la imagen construida de la vida, de la cual participa la literatura– antes que por ser algo, es un rasgo definitorio de cierto tipo de personalidad, y quizá de todo el mundo a cierta edad. Más inesperado es el esfuerzo de Castillo para resaltar, contra la leyenda del Hemingway brutal, al escritor que le hizo decir a un personaje de Por quién doblan las campanas: "Con Dios o sin El, creo que es pecado ma­tar."

Sí, a Castillo le gusta mejorar a sus escritores preferidos. No quiero decir que los deforme deliberadamente. Pero es notoria su satisfacción cuando encuentra un argumento para sostener que Borges no era tan ranciamente conservador, o que Mujica Lainez no era tan tilingo. En uno de los mejores ensayos del libro, Castillo retoma la idea bien conocida de que La Casa, de Manuel Mujica Lainez, puede leerse como metáfora de la decadencia del patriciado argentino; pero señala que detalles intercalados por Mujica Lainez permiten inferir que esa decadencia no lo entristecía del todo: así, uno de los obreros que la ocupan resulta sensible a un cuadro de la casa, que a su vez se siente reconfortada por esa ocupación proletaria. Esto es lo que Castillo llama "un compromiso inconsciente que lo ubica en la posición correcta." A la inversa, en el ensayo sobre Rafael Barrett se esfuerza en recalcar que el autor furibundo de El Dolor paraguayo no era un hombre esencialmente violento; que era, en una palabra, un hombre bueno. Yo no conozco muchos ensayos actuales sobre literatura que se ocupen hasta este punto de las cualidades morales de sus objetos de estudio; pero bueno, tampoco conozco muchos donde la moral y la estética estén hasta este punto ligadas entre sí.

Para Castillo lo están. Los buenos escritores –lo dice sin pudor– son también, de algún modo, hombres buenos. Ahora recuerdo que Roberto Bolaño decía lo mismo, pero todos lo consideraban una boutade, porque Bolaño tenía un perfil más posmoderno que Castillo. Tal vez sea hora de empezar a analizar con más atención esas declaraciones aparentemente cándidas. En Desconsideraciones, si no entendí mal, bondad quiere decir dos cosas: ante todo, incapacidad para permanecer indiferente frente al dolor ajeno, y en segundo lugar autenticidad. La autenticidad, cueste lo que cueste, frente a un entorno incapaz de concederle su justo lugar, es otro de los temas de este libro. Sobre Esteban Echeverría, considerado por los historiadores como un autor larvario o inconcluso, Castillo dice: "No, no era Echeverría el inconcluso; nuestro país era el frag­mentario y caótico." Y dos veces –lo cual no es poco para un libro de sólo ciento treinta páginas– cita el juicio de Karl Jaspers sobre la exposición de los expresionistas en 1912, esa caterva de simuladores, donde "entre tantos artis­tas que preten­dían hacerse pasar por locos, el úni­co loco espléndido, el único loco de verdad y a pesar suyo, era Van Gogh".

¿Y qué queda al final, cuando el artista auténtico, o el loco auténtico, han encontrado su lugar en el mundo? La imagen está en el texto que cierra el libro, quizá el más sorprendente de todos: un hombre que escribe de noche, en una plaza, solo, bajo las estrellas, que repara en un hecho: la pobreza es fea, la injusticia es fea; quizá valga la pena intentar cambiar el mundo aunque sólo sea por razones estéticas.

El adolescente

Y uno empieza a preguntarse. ¿Quién habla así? ¿Quién, típicamente, está tan atento a las formas del mundo visible, a quién lo obsesiona hasta ese punto la apariencia, quién odia la fealdad como una ofensa moral? ¿Quién anda por ahí tan ensimismado, quién ama tanto a sus héroes, quién fomenta en sí mismo ese fervor por las cosas inalcanzables? ¿A quién lo preocupa la autenticidad con tanta urgencia? ¿Y quién lee literatura de esa forma: como el fin al que tiende todo, como la única meta de la vida, dado que es lo único que ordena y da sentido a la vida? No es una sorpresa lo que voy a decir. Es el adolescente. Y si Desconsideraciones, como pasa con otros libros de ensayos, puede entenderse también como autorretrato, ahí tenemos una clave para empezar a leer a Castillo de otra forma. Por otra parte, el mismo Castillo lo dice con todas las letras: "Los her­mo­sos libros, las dos o tres verda­des eter­nas, las nuevas verda­des transitorias que cam­bian la vida, el sentido abso­luto de la vida misma, se nos reve­lan en la ado­les­cen­cia o no se nos revelan nunca." No estoy diciendo que Castillo escriba para adolescentes, aunque es un hecho que los adolescentes lo han leído y lo siguen leyendo; propongo, en vez de la imagen de mármol que empieza a instalarse, la de un escritor que habla visceralmente desde la adolescencia, con las exaltaciones, las contradicciones y la vibrante luminosidad de la adolescencia, un Abelardo Castillo al que no es demasiado paradójico llamar el escritor más joven de la Argentina, el que quizá esté llamado a ser, con el tiempo, el escritor emblemático de una edad no muy tratada en nuestra literatura.

 

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo

I

La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

V

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

 

jueves, 13 de noviembre de 2014

La última noche del mundo, Ray Bradbury

¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?

-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?

-Sí, en serio.

-No sé. No lo he pensado.

El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.

-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.

-¡No lo dirás en serio!

El hombre asintió.

-¿Una guerra?

El hombre sacudió la cabeza.

-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?

-No.

-¿Una guerra bacteriológica?

-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.

-Me parece que no entiendo.

-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.

-¿Qué?

-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.

-¿Era el mismo sueño?

-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.

-¿Y todos habían soñado?

-Todos. El mismo sueño, exactamente.

-¿Crees que será cierto?

-Sí, nunca estuve más seguro.

-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.

-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.

Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.

-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.

-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?

-Creo tener una razón.

-¿La que tenían todos en la oficina?

La mujer asintió.

-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.

-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?

-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.

-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?

-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.

-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?

-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.

En el vestíbulo las niñas se reían.

-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.

-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.

-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?

-No se puede hacer otra cosa.

-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.

-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.

-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.

-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso... como siempre.

El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.

-¿Por qué crees que será esta noche?

-Porque sí.

-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?

-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.

-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.

-Eso también lo explica, en parte.

-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?

Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.

-No sé... -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

-¿Qué?

-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?

-¿Lo sabrán también las chicas?

-No, naturalmente que no.

El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.

-Bueno -dijo el hombre al fin.

Besó a su mujer durante un rato.

-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.

-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.

-Creo que no.

Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.

-Las sábanas son tan limpias y frescas…

-Estoy cansada.

-Todos estamos cansados.

Se metieron en la cama.

-Un momento -dijo la mujer.

El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.

-Me había olvidado de cerrar los grifos.

Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.

La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.

-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.

-Buenas noches -dijo la mujer.

jueves, 30 de octubre de 2014

Henning Mankell: "El policial es aburrido"

Por: Héctor Pavón

Dicen que Henning Mankell es parco. Dicen que está enojado. Pero Mankell se siente bien con su enojo y sólo es parco con aquello de lo que no le interesa hablar. Allí levanta un muro del mismo modo que erige torres de palabras para argumentar contra sus enemigos.

Ha estado en Buenos Aires y ha dicho que vino cuando tenía que venir. Y esa referencia a un designio de la voluntad surge porque pudo venir aquí durante la dictadura pero eligió no hacerlo. Ahora sonríe y cuenta con una emoción contenida y discreta cuánto le gusto el paisaje del Tigre, cuánto las fotografías de Manuel Alvarez Bravo en el Malba o una parrillada de la calle Lavalle. Algunos lo vieron comprando libros argentinos y muchos otros salieron más que contentos de la charla que dio en la Feria del Libro. Todavía le preguntan por su última novela publicada en español El chino (Tusquets) y otros por la que acaba de terminar y con la que se supone que jubila al detective Wallander que se llamará El hombre inquieto y que llegará aquí el año próximo.

Mankell se ha destacado como escritor de novelas policiales pero también ha escrito obras singulares como Zapatos italianos o Profundidades donde surgen relatos diferentes pero igualmente intensos. También ha escrito obras de teatro, ensayos y libros para chicos. Lo primero que redactó durante su infancia fue un resumen de Robinson Crusoe. “Los libros son mensajeros que nos hablan de mundos que no podemos experimentar de forma directa”, dice.

En todas sus novelas deja entrever claramente su ideología, su toma de posición respecto al mundo. De hecho, dice que la serie del Wallander empezó con el deseo de escribir sobre el racismo. Para Mankell el enojo es un estado, una actitud que lo mantiene vivo. Se lo percibe así en cada uno de sus textos. Sin embargo, antes de finalizar esta entrevista va a subrayar que esta es una época interesante, excitante…

Usted es uno de los escritores más conocidos y elogiados en el terreno de la novela policial. Sin embargo, dice que no lee novelas policiales…, ¿por qué?

Porque normalmente la novela policial o la ficción criminal es muy aburrida. Hay muy pocos autores que me parecen interesantes. Creo, por ejemplo, que Thomas Harris es muy bueno, el de Hannibal Lecter. Creo que John Le Carré también es muy bueno. Pero encuentro que hay muchísimos autores de policiales que no tienen ningún interés.

Lo seducen más las historias trágicas y clásicas como “Medea” y “Macbeth”…

Lo que yo veo es que el origen del género del crimen o la ficción del crimen es muy, muy antiguo. Podemos remontarnos al drama griego antiguo para encontrar las raíces. El drama de Medea, que tiene 2500 años, es el de una mujer que mata a sus dos hijos por celos de su marido. Si eso no es un policial, entonces no sé qué lo es. Si nos acercamos un poco más en el tiempo, quinientos años atrás, y me preguntan: ¿Cuál es la mejor historia criminal que ha leído?, es Macbeth. Esa es una historia criminal. El hecho es que la ficción criminal, de que sostengamos el “espejo del crimen”, nos da la posibilidad de hablar de las contradicciones en la sociedad. Y la criminalidad es siempre una especie de contradicción. Si usted quiere ese dinero, sale a matar a una persona porque quiere ese dinero. Es una contradicción. Yo trato de trabajar siguiendo esa tradición que usa el crimen como espejo para ver qué pasa en la sociedad. Esa es mi idea de una buena historia criminal.

¿Y Wallander es lo que podríamos llamar un policía sueco típico?

Ahhhh, es difícil de responder. Pero sé que los oficiales policiales suecos leen mis libros y les gustan. Eso es lo único que puedo responder.

El detective Wallander parece estar siempre solo. ¿Cree que disfruta de la soledad?

No. Y no estoy de acuerdo en que está siempre solo. Al menos él trata de encontrar su soledad. El problema es que es un hombre que tiene una hija y está divorciado. ¿Y por qué tiene tantos problemas para encontrar una nueva mujer? Porque todavía ama a su esposa. Los lectores inteligentes, sobre todo mujeres, lo han entendido. Y eso significa que Wallander es un hombre muy apasionado. Sigue enamorado de su mujer. Y cada vez que conoce a otra, piensa en su esposa. Es un hombre apasionado: l’homme passionné.

Ha terminado la última novela con Wallander como protagonista hace tres semanas.

Sí.

¿Ya lo extraña?

Nunca me gustó demasiado. En muchos sentidos, no se parece en nada a mí. Solo tenemos tres cosas en común: la misma edad, amamos la ópera italiana y trabajamos mucho. Pero fuera de eso no creo que vivamos vidas iguales. Si él viviera no podría imaginarlo como un amigo. Creo que trata muy mal a las mujeres, lleva una vida muy extraña, bebe demasiado. Preferiría conocer a Sherlock Holmes. Pero por otro lado, creo que es mucho más fácil escribir sobre una persona que uno no quiere demasiado. Es muy difícil narrar sobre una persona que usted ama. Es mucho más simple escribir sobre alguien que no queremos.

Su última novela publicada en español, “El chino”, no está protagonizada por Wallander. Por el contrario hay tres mujeres que se convierten en personajes fundamentales de la trama: Birgitta Roslin, Vivi Sundberg y Hong Qui. ¿Quiso señalar algo en particular con esa elección?

Es una buena pregunta porque tenía una idea de hacer un libro donde las mujeres fueran los personajes principales. Y como hombre, generalmente me resulta más interesante escribir sobre mujeres. Y supongo que si fuera mujer, me resultaría mucho más interesante escribir sobre hombres. Era un desafío para mí. Por eso, decidí armar esta historia muy complicada con personajes femeninos. Era un desafío que debía enfrentar.

¿Al indagar en la cuestión china, imagina un escenario en el que haya una guerra entre ese país y Estados Unidos?

No.

Una guerra económica…

La guerra económica ya empezó. Me gustaría decirlo de la siguiente manera: hace un poco más de un siglo, algo muy importante sucedió en el mundo. Fue cuando la economía de los Estados Unidos superó a la economía de Inglaterra y se convirtió en la primera economía del mundo. Eso fue hace cien años. Muy pronto, volverá a ocurrir. China pasará a la economía de EE.UU. Y nosotros sabemos, en nuestras vidas lo que ha sido tener a EE.UU. como el número 1 en la economía, en las guerras, en la cultura, en todo. Creo que dentro de diez años, incluso en la lengua española, incluso aquí en la Argentina, va a haber palabras chinas en el idioma. Estoy convencido de eso. Todos usamos un montón de palabras en inglés. Pronto tendremos muchas palabras en chino porque el impacto de China será enorme en el futuro. Pero no creo en una guerra. Y también tiene que recordar que tenemos una tercera economía que está creciendo rápidamente, que es la India. De modo que creo que lo que veremos en el futuro para el resto de nuestras vidas será una especie de competencia entre Asia –China, India– y el resto del mundo. No sé cómo será, no lo sé, pero no creo que haya una guerra así. Creo que los chinos son muy inteligentes como para pensar en ir a una guerra contra los EE.UU., porque EE.UU. será durante mucho tiempo la mayor potencia militar en el mundo. China sabe que no la igualará. Sabe qué, creo que vivimos una época muy interesante.

Uno de los elementos esenciales de “El chino” es el que refiere a la presencia china en Africa…

Sí, esa es la idea del libro. Me parece fantástico que China salga al mundo a hacer negocios con países del Tercer Mundo. Eso es bueno. Pero empecé a ver que, a la larga, los chinos tienen una suerte de dimensión colonial en sus modales. Es decir: los chinos son muy racistas. Los chinos van a Africa y tratan muy mal a los africanos. Es un problema. Lo he visto. Y eso es lo que me preocupa. Y por eso escribí el libro. No sé si es un hecho, pero yo levanto el dedo para alertar: ¡Cuidado! Ya veremos si tengo o no razón. Creo que es importante hablar sobre lo que está haciendo China. El problema con China es que dice: nosotros no interferimos con la política de su país porque no dejamos que nadie interfiera con la política de nuestro país. Eso es malo porque, supongamos que hoy hubiera una dictadura militar en la Argentina. Ellos vendrían y dirían: nosotros sólo hacemos negocios, no nos importa. Les importa un comino que haya una dictadura o lo que sea. Es algo problemático.

Suecia y Africa están distanciados por miles de kilómetros. ¿Cómo lleva su vida viviendo en lugares tan disímiles?

El hecho de dividir mi tiempo entre Suecia y Africa me proporcionó distancia y perspectiva. El paisaje invernal congelado de Härjedalen, en el norte de Suecia, me recuerda el paisaje árido de Mozambique y viceversa, así como el calor seco de Africa puede recordarme el frío de Suecia. Lo mismo ocurre cuando hablamos de la escena de un crimen en Ystad y de la pobreza en Africa. Puedo pasar con facilidad del mundo de Kurt Wallander a un chico sin hogar de Africa, ya que siempre parto de lo mismo, de entender mejor el mundo en que vivimos.

¿Cómo es la visión del mundo desde Africa?

Yo daría vuelta la pregunta. Si usted abre un diario, en cualquier lugar del mundo y dice algo sobre Africa, lo único que verá es cómo ese continente muere, no cómo vive. Creo que la forma en que describen a Africa en los medios masivos es muy mala. Es como si en Africa la gente se estuviera muriendo y nada más. Pero no es verdad. Los africanos luchan, sueñan y aman y trabajan como todos los demás. Me enojo mucho cuando veo esa imagen de Africa porque no es verdadera. Yo vivo ahí. Lo sé. ¿Por qué es así? Yo creo que porque Africa actualmente es muy pobre. Es el continente más pobre. Y lo es porque a la gente no le interesa. Van a seguir explotando a Africa para explotar sus materias primas. Hay que preguntarse y analizar cosas como qué son las materias primas. Incluso los jugadores de fútbol son materia prima. Le daré otro ejemplo en otra área. Manchester, Inglaterra por un lado y por otro tenemos un país en Africa llamado Malawi. En este momento, hay más malawis trabajando en Manchester que en todo Malawi…

Mucha gente en el mundo, y aquí en la Argentina, piensa que Suecia es un paraíso. ¿Para usted lo es también?

Debe tener presente que no fuimos nunca nosotros los que dijimos que Suecia es un paraíso. Ustedes lo dicen. Es una especie de mitología eso de que Suecia es un paraíso. Suecia es una sociedad muy decente para vivir pero no un paraíso. Hace treinta años, había otra mitología referida a Suecia: el de las rubias suecas. Es absurdo. Eso nunca existió. Ustedes crearon la mitología sobre Suecia, no nosotros. Suecia no es un paraíso, nunca lo fue, pero sí es una sociedad decente. Con muchos problemas, pero una buena sociedad. Paraíso, no señor.

¿Y como sueco, se siente culpable de algo?

No, culpable no. Pero creo, cada día, que estamos viviendo en un mundo terrible. Y yo trato de usar mi poder, en la medida de lo posible, para hacer algo al respecto. Y doy dinero. Podría ser un hombre muy rico pero regalo el dinero. Acabo de dar un millón y medio de dólares para crear un hogar para niños huérfanos en Africa para que puedan tener un futuro. Eso es algo maravilloso que se puede hacer. Pero culpa no. Estoy muy enojado y trato de luchar contra esto. Cada mañana me levanto con el sentimiento de que estamos viviendo en un mundo terrible. Tenemos una crisis financiera en el mundo y los que más están sufriendo son los que nunca tuvieron nada que ver con esa crisis. Son las personas más pobres de la Argentina y de Africa. ¿Qué han tenido que ver con Wall Street y Estados Unidos? Nada. Y son los que más están sufriendo. Eso es algo terrible. Camino por la calle aquí y veo a familias enteras viviendo en las calles y me pregunto, Dios mío, ¿qué tiene que ver esta gente con Wall Street? Nada. Por eso, vivimos en un mundo terrible. Estoy muy enojado. Y seguiré estando enojado toda mi vida. Espero.

En su novela “Asesinos sin rostro”, una anciana, antes de morir, susurra una palabra: “extranjero…” En el libro esa palabra tiene un peso muy fuerte…

Pero mire, en ese libro, la historia trata de la xenofobia y el racismo. Y en esa historia fueron realmente unos extranjeros los que cometieron ese crimen y yo siempre prefiero hablar de eso que no hacerlo. Creo que vivimos en un mundo donde hay mucha xenofobia y mucho racismo. Y una cosa que podemos hacer es hablar del tema. Ese libro tiene casi 20 años pero creo que es tan actual hoy como hace 20 años.

Hanif Kureishi dice que los talleres de escritura son las nuevas clínicas psiquiátricas. ¿Usted qué piensa?

Diría: sin comentarios. Por otro lado, pienso que eso tiene dos aspectos. Si la gente siente que le gustaría escribir y entonces va a aprender, me parece bien. Pero si usted hace un curso sólo para ganar dinero en el que está engañando por ejemplo a chicos jóvenes que van y pagan porque les dicen que van a ser escritores, eso es muy malo. Pero contar historias siempre me parece importante, de modo que me parece que eso presenta dos aspectos.

¿Y usted, qué tipo de formación tuvo?

Ninguna. Simplemente escribir. Lo decidí cuando era joven y no he hecho otra cosa en mi vida. Empecé a escribir muy temprano. A los 19 años ya tenía mi primera obra de teatro llevada al escenario; a los 23 ya saqué mi primer libro. Nunca hice otra cosa. Soy una persona muy feliz ahora porque hago lo que soñé de chico. Nunca soñé otra cosa. Simplemente hice esto. Hoy hago exactamente lo que pensaba cuando tenía 10 años.

¿Y los sueños para usted, qué tan importantes son? ¿Lo ayudan a escribir…?

No creo que los sueños sean más importantes que otras cosas. Mis historias vienen de todas partes. Podrían salir de usted mismo, de esta habitación, de algo que leo, o de algo que sueño. No creo que los sueños sean específicamente importantes para mí.

Juan José Millás dice que hay cosas que quisimos preguntarles a nuestros padres pero que nos acordamos demasiado tarde de hacerlo… ¿Le quedaron preguntas sin responder?

No, no realmente. Mis padres –tanto mi padre como mi madre– están muertos. Pero yo creo que conseguí hablar con ellos de todo antes de que murieran o sea que no tengo la sensación de: ¡ah, hay tantas cosas que no sé! Y es lo que trato de hacer con mis hijos. Les digo: háblenme ahora, mientras estoy vivo. No esperen. Es lo que les digo.

¿Qué imagen le viene a la mente cuando escucha la palabra Argentina?

Ahhhhh, algo bueno. Algo mágico, algo místico. Porque cuando yo era chico, Buenos Aires, Argentina, tenía cierto toque místico, mágico. Brasil siempre fue Brasil: samba, todo era muy claro. Pero Argentina tenía algo de mágico, de oscuro, de secreto. En mi caso, siempre tuve la sensación de que mucha gente decía: Ah, tengo ganas de ir a Río de Janeiro. Y yo siempre decía: no, yo tengo ganas de ir a Buenos Aires. Y me preguntaban ¿por qué? ¿Tienen un festival de samba o algo? No, decía yo, iré a ver tango, lo que sea; pero quiero ir. No me pregunte por qué tengo esa imagen. Probablemente porque leí sobre la Argentina.

¿Y cuando escucha el nombre de Dagmar Hagelin?

Por supuesto, pero yo hablo de un impacto de Argentina antes de la dictadura. No se olvide de que yo soy un viejo, o sea que había pensado en la Argentina antes, pero la dictadura me hizo no venir a la Argentina. Porque nunca fui a España estando Franco y nunca iba a venir aquí en esa época. Y por supuesto Dagmar Hagelin fue un símbolo de la crueldad del capitán Astiz. Son personas sobre las que sabemos pero mi imagen de la Argentina se remonta mucho más lejos: a Eva Perón y Juan Perón. Durante la dictadura hubo muchos argentinos que vinieron a Suecia y algunos volvieron. Llegaron a Suecia en esos años, esos tiempos terribles.

En “El chino” usted describe a los maoístas en los años sesenta suecos. ¿Usted fue maoísta?

No, no, no. Siempre fui muy radical pero nunca fui estúpido. Nunca entré en esas sectas extremas. Son casi como una religión. Nunca formé parte, pero lo veía y escribí mucho sobre eso. Radical sí fui. Pero nunca estuve en esa escena.

¿Hay algo que añora en su vida, algo de otra época, una nostalgia?

Sí, quizá, no haber tenido una hija… Siempre quise tener una hija pero tuve cuatro varones. Pero no puedo decir que añoro. Creo que no añoro nada. Mi privilegio es que no recibí nada gratis. Mi padre no era rico. Tuve que trabajar por todo, pero mi privilegio fue poder trabajar en lo que quería, nadie me lo impidió, pero nunca tuve nada gratis. Nunca.

¿En qué lugar del mundo desconocido le gustaría despertar o dormirse…?

Me gustaría mucho ir a la Isla de Pascua. También me gustaría visitar otra isla. ¿Conoce la historia del motín del Bounty? Es de hace 200 años. Un barco inglés llamado Bounty bajo el capitán Bligh. La tripulación se amotina y ponen al capitán en otro barco y lo mandan a una isla. Esa isla se llama Pitcairn y está en la Polinesia. Hoy usted puede ir y encontrar a la gente emparentada con los descendientes de esos ingleses que llegaron a la isla. Después me gustaría ir a la Antártida y supongo que podría cenar ahí. Le mencioné tres islas: la Antártida también es una isla.

¿Le habría gustado vivir en una época en particular?

No. Creo realmente que nuestro tiempo es muy dinámico y es una época muy excitante.

¿Es este el mundo en que soñó vivir cuando era joven?

No. Este mundo es mucho peor de lo que pensé. Estamos viviendo en un mundo malo.

¿Cómo le gustaría ser recordado?

Espero ser recordado como una persona que por lo menos trató de hacer el mundo un poquito mejor. Nada menos.